Aunque parezca un término nuevo, es un concepto ya viejo. ¿Quién no ha pasado en algún momento de su vida por un “piso compartido”? O, al menos, saben lo que es. Fue, y sigue siendo, la oportunidad para muchos jóvenes de salir de casa para estudiar en otra ciudad, o buscar ese primer empleo. A menor coste, se entiende. Por otro lado, la oferta fue creciendo porque, para los propietarios de esos pisos de tres y cuatro habitaciones, les resultaba más fácil (y más rentable) encontrar 3 ó 4 jóvenes que pagaran 300€ cada uno, que una familia que necesitara un piso así y pudiera pagar 900-1.200€ al mes. Pero este “matrimonio de conveniencia”, tanto para los inquilinos para los arrendadores, se ha ido especializando. Podemos encontrar inversores que compran pisos, incluso edificios, y los remodelan con este objetivo: habitaciones, todas con baño al menos para preservar más la privacidad del espacio propio, en edificios donde el complemento es la variedad y calidad de los espacios compartidos. Una zona de lavandería, un estar común, pero también gimnasio, zona de estudio, área de co-working vinculada … La oferta ya no es sólo “una habitación en un piso/edificio compartido” sino los servicios de los que puedes disfrutar al ser parte de esa comunidad. Esta es la ventaja por la que invertir en un edificio así es más rentable que sacar simplemente pisos. No se ofrecen sólo los m2 sino la experiencia de vivir en un lugar así. Y, eso, es un valor añadido. Por supuesto, no es sólo una opción para jóvenes. Hay una tendencia también de co-living senior. Personas mayores, solos o en pareja, independientes, jóvenes aún para estar pensando en residencias, que encuentran un espacio más reducido que el hogar familiar, más fácil de mantener, y en un entorno con actividades adaptadas a sus necesidades. Los usuarios proponen y deciden sobre los usos de los espacios comunes: ¿sala para yoga, teatro? Pero no hay que confundirlo con el co-housing: ¿usuarios o propietarios? Esto lo dejamos para otro artículo.