Recuerdo que, cuando ya estaba estudiando la carrera, visitamos el pueblo de una amiga y compañera por una peculiaridad de las viviendas tradicionales. En aquella localidad, en los tiempos de antaño, cuando una pareja decidía casarse, obtenía un pequeño terreno, con el que se pretendía que subsistiera (cultivándolo) y donde se esperaba que construyeran su vivienda. Para reducir el impacto de la vivienda y mantener así el máximo de terreno cultivable, realizaban un túnel y las estancias se realizaban, bajo tierra, por supuesto, abiertas al desembarco de aquella rampa de entrada o a pequeñas ventanas abiertas al acceso. “Evidentemente”, con el paso del tiempo y el progreso, la superficie exterior dejó de ser un huerto y pasó a ser un jardín. Se construyeron viviendas sobre rasante, mucho más “modernas”, en ladrillo en este caso. Pero, por azar o por razón, las “cuevas” las siguieron manteniendo. Y eso suponía seguir encalando las paredes que, simplemente, se habían realizado excavando en la tierra y no contaban con elementos de contención, más que la propia forma del terreno. ¿Por qué? ¿Por añoranza a lo viejo? Pues resultó que el sitio más estupendo para echarse una siesta en verano, era en aquella cueva. Esa casa “moderna” no había superado todas las expectativas derivadas de una construcción que había evolucionado.
Por lo tanto, no es siempre mejor lo que se ha construido más tarde. El progreso no implica de por sí “mejoras”.
Para mi decepción, cuando me dedica al estudio de arquitectura residencial, observaba iguales distribuciones en promociones de viviendas distanciadas 100 años. La unidad familiar había cambiado, desde luego, pero quizá el hecho de que la norma de habitabilidad no,  hacia seguir repitiendo los mismos modelos. Ese no debería ser un inconveniente, la norma debe entenderse simplemente como unos mínimos a cumplir sin los que los promotores nos hubieran hecho proyectar viviendas en las que habría que entrar agachadados, si con eso hubieran conseguido construir una planta más sin pasarse de la altura. 
Las normativas son por tanto un referente, un  mínimo a cumplir, pero debemos seguir aplicando el sentido común y seguir alertas (sensibles) a nuestro alrededor.
Se han celebrado en estos últimos años los diez años desde la entrada en vigor del Código Técnico de la Edificación (CTE). Una revolución porque índica objetivos a cumplir (normativa prescriptiva). Da una serie de recomendaciones para cumplir esos objetivos, pero no se cierra a la posibilidad de que, bajo nuestro propio criterio, y siempre justificando, propongamos otras soluciones constructivas, siempre que los objetivos se cumplan.
Podríamos analizar muchas mejoras en comparación con la situación anterior. Por nombrar una, regula aspectos del confort, del bienestar, que se estaban quedando atrás, como es el caso del ruido.
Pero en el caso de confort térmico, donde se dio un paso teniendo en cuenta, no sólo la necesidad de construir con criterios que evitaran sobrecalentamientos en las zonas más cálidas, parece que la normativa nos lleva hacia atrás. Volvemos a calcular en función de la zona climática que regula el clima en invierno. Pero ¿cómo se asegura que efectivamente estamos en confort en el interior? Los programas establecen unas condiciones de referencia sobre la que se miden las desviaciones, asignando unos valores de corrección en función de las máquinas que harían falta en cada caso para volver a los parámetros establecidos. 
Los números parecen avalar todo. Si hay muchos números de por medio debe ser mejor. Pero la conclusión del éxito final no debería ser un resultado numérico. Se trata de nuestro bienestar, el del usuario final. Serán los usuarios, sin hacer ni un solo número, quienes dan la valoración final de si hemos obrado con sentido o hemos proyectado un disparate. ¿Cuál sería la respuesta si el resultado final, la experiencia, no es favorable? “Pues según el programa esto daba estupendo”.
Es cierto que las matemáticas están detrás de todas las cosas. Incluso hay una relación de armonía en el estudio de las notas de las grandes sinfonías. Pero, que yo sepa, la mera producción de secuencias numéricas siguiendo esos parámetros no da obras musicales de calidad. 
Hay algo más. Algo más allá de los números. Que no debemos olvidar sólo porque no podamos calcularlo. El objetivo debería ser unos edificios mejores que los anteriores. Donde se corrijan los errores detectados en el día a día. Y ahora, les hago la misma pregunta que da título a esta reflexión ¿son mejores los edificios ahora? ¿Por qué no evolucionan como hacen los coches o los teléfonos? ¿Los usamos menos acaso? 
23 de mayo de 2019
 

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